Manifiesto de los iguales que se puede leer o descargar AQUÍ y cuyo autor es Sylvain Maréchal (1750-1803) Fue periodista, escritor, filósofo y
hombre de acción comprometido con la sección más izquierdista de la revolución.
Colaboró con Gracchus Babeuf en la conjura de los iguales y suyo es el escrito
fundacional, es decir, este manifiesto, que fue la expresión libertaria de la
Revolución.
MANIFIESTO DE LOS IGUALES
¡PUEBLO DE FRANCIA!
Durante quince siglos has vivido esclavo
y, por tanto, infeliz. Desde hace seis años respiras apenas, esperando la
independencia, la felicidad y la igualdad.
¡La Igualdad! ¡Primer deseo de la
naturaleza, primera necesidad del hombre y principal vínculo de cualquier
asociación legítima! ¡Pueblo de Francia! ¡Tu no has sido más favorecido que las
demás naciones que malviven en este desafortunado mundo!... Siempre y en todas
partes la pobre especie humana confiada a antropófagos más o menos hábiles sirvió
de juguete de todas las ambiciones, de pasto de todas las tiranías. Siempre y
en todas partes se adormeció a los hombres con bellas expresiones: nunca y en
ningún lugar obtuvieron, junto a la palabra, la cosa. Desde tiempo inmemorial
se nos repite de manera hipócrita que los hombres son iguales y desde tiempo
inmemorial la más degradante y monstruosa desigualdad pesa insolentemente sobre
el género humano. Desde que hay sociedades civiles, el más bello patrimonio del
hombre es reconocido sin contradicción, pero aún no ha podido realizarse ni una
sola vez: la igualdad no ha sido más que una bella y estéril ficción de la ley.
Hoy, cuando es reclamada con voz más fuerte, se nos responde: ¡callaos,
miserables! La igualdad real es sólo una quimera; contentaos con la igualdad
condicionada; sois todos iguales ante la ley. Chusma ¿qué más necesitáis?
¿Que qué más necesitamos?
Legisladores, gobernantes, ricos
propietarios, escuchad ahora vosotros.
Somos todos iguales ¿no es eso? Nadie
niega ese principio porque, salvo si se padeciese locura, no podría decirse en
serio que es de noche cuando es de día.
Pues bien, a partir de ahora pretendemos
vivir y morir iguales, como hemos nacido; queremos la igualdad real o la
muerte; eso es lo que necesitamos. Y tendremos esa igualdad real, no importa a
qué precio. ¡Maldito sea quien se oponga a ese deseo expreso!
La revolución francesa es sólo la
precursora de una revolución mucho más grande, mucho más solemne, y que será la
última.
El pueblo ha pisoteado el cadáver de los
reyes y los curas que se aliaron contra él: hará lo mismo con los nuevos
tiranos, con los nuevos políticos mojigatos sentados en el lugar de los
antiguos.
¿Que qué necesitamos además de la igualdad
de derechos?
Necesitamos que esa igualdad no sólo esté
escrita en la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano; la queremos
entre nosotros, bajo el techo de nuestras casas. Aceptamos cualquier cosa por
ella, empezar de cero para obedecer a ella sólo. ¡Perezcan todas las artes, si
es preciso, mientras nos quede la igualdad real!
Legisladores y gobernantes que tenéis tan
poco talento como buena fe, propietarios ricos y sin entrañas, en vano tratáis
de neutralizar nuestra sagrada acción diciendo: lo único que hacen es
reproducir esa ley agraria pedida ya más de una vez antes de ellos.
Calumniadores, callaos vosotros y, en el
silencio de la confusión, escuchad nuestras pretensiones dictadas por la
naturaleza y basadas en la justicia.
La ley agraria o el reparto de los campos
fue el deseo inmediato de algunos soldados sin príncipe, de algunos pueblos
primitivos movidos por su instinto más que por la razón. Tendemos hacia algo
más sublime y más equitativo, ¡el bien común o la comunidad de bienes! No más
propiedad individual de las tierras; la tierra no es de nadie. Reclamamos,
queremos, el goce comunal de los frutos de la tierra: esos frutos son de todos.
Declaramos que no podemos soportar por
más tiempo que la inmensa mayoría de los hombres trabaje y sude al servicio y
para en disfrute de la más ínfima minoría.
Mucho menos de un millón de individuos, y
durante demasiado tiempo, dispone de lo que corresponde a más de veinte
millones de sus semejantes, de sus iguales.
¡Que cese de una vez este gran escándalo
que nuestros descendientes no querrán creer! Que desaparezcan de una vez las
escandalosas distinciones entre ricos y pobres, grandes y pequeños, amos y
lacayos, gobernantes y gobernados.
Que no haya entre los hombres más
diferencia que las de la edad y el sexo. Puesto que todos tienen las mismas
necesidades y las mismas facultades, que haya para ellos una única educación,
un único sustento. Si se contentan con un solo sol y con mismo aire para todos
¿por qué no habría de ser suficiente la misma porción y la misma calidad e alimentos
para cada uno de ellos?
Pero los enemigos del más natural de los
órdenes de cosas que se pueda imaginar gritan ya contra nosotros.
Desorganizadores y rebeldes, nos dicen, sólo queréis masacres y botín.
¡PUEBLO DE FRANCIA!
No perderemos el tiempo contestándoles,
pero te diremos que la sagrada acción que organizamos no tiene más objetivo que
poner fin a las disensiones civiles y a la miseria pública.
Nunca ha sido concebido y puesto en
marcha un propósito mayor. De tarde en tarde, algunos hombres de talento,
algunos sabios, han hablado de ello en voz baja y temblorosa. Ninguno de ellos
tuvo el coraje de decir la verdad completa.
Ha llegado el momento de las grandes
medidas. El mal está en su punto más alto; cubre la faz de la tierra. El caos,
con el nombre de política, reina en ella desde hace demasiados siglos. Que todo
retorne al orden y vuelva a su lugar.
¡Que todos los elementos de la justicia y
la felicidad se organicen ante la llamada de la igualdad!
Ha llegado el momento de fundar la
República de los Iguales, ese gran hospicio abierto a todos los hombres. Han
llegado los días de la restitución general. Familias quejumbrosas, venid a sentaros
a la mesa común levantada por la naturaleza para todos sus hijos.
¡PUEBLO DE FRANCIA!
¡La más pura de las glorias te estaba
reservada! Sí; tu debes ser el primero en ofrecer al mundo ese conmovedor
espectáculo.
Viejas costumbres, antiguas prevenciones,
querrán de nuevo poner obstáculos al establecimiento de la República de los
Iguales. La organización de la igualdad real, la única que responde a todas las
necesidades, sin provocar víctimas, sin que cueste grandes sacrificios, puede
que de entrada no le guste a todo el mundo.
El egoísta, el ambicioso, temblará de
rabia. Los que poseen injustamente clamarán que es injusticia. Los goces
exclusivos, los placeres solitarios, los acomodos personales provocarán fuerte
rechazo a algunos individuos hastiados de los sufrimientos ajenos. Los amantes
del poder absoluto, los viles secuaces de la autoridad arbitraria replegarán
con pena sus orgullosas cabezas bajo el nivel de la igualdad real. Su corta
visión penetrará con dificultad en la próxima llegada de una felicidad común,
pero ¿qué pueden algunos millares de descontentos contra una masa de hombres,
todos ellos felices y sorprendidos de haber buscado tanto tiempo una felicidad
que tenían al alcance de la mano?
Inmediatamente después de esta verdadera
revolución, se dirán extrañados: ¡qué cosa! ¿La felicidad común dependía de tan
poco? No teníamos más que quererla. ¡Por qué no la habremos querido antes! Sin
duda, con un sólo hombre en la tierra que sea más rico, más poderoso que sus
semejantes, que sus iguales, el equilibrio se rompe; el crimen y la desdicha se
hacen presentes.
¡PUEBLO DE FRANCIA!
¿En qué signo, a partir de ahora, debes
reconocer la excelencia de una constitución?... Aquella que, en su totalidad,
reposa sobre la igualdad de hecho es la única que puede convenirte y satisfacer
todos tus deseos.
Las constituciones aristocráticas de 1791
y de 1795 remachaban tus cadenas en lugar de cortarlas. La de 1793 era un gran
paso hacia la igualdad real; nunca antes nos habíamos acercado tanto a ella;
pero aún no llegaba al objetivo y no acometía en absoluto la tarea de la
felicidad común que, sin embargo, consagraba solemnemente como un gran
principio.
¡PUEBLO DE FRANCIA!
Abre los ojos y el corazón a la plenitud
de la felicidad: reconoce y proclama con nosotros la República de los Iguales.
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